Psicotiacústico

Eran casi las tres de la mañana, fui a comprar cigarrillos a la portería del conjunto residencial contiguo al mío; cinco pisos de bajada, un laberinto de estacionamientos, un parque de juegos infantil y 23 escalones de subida antes de poder hacerme con ellos. Habitualmente el recorrido nocturno se queda en eso y de vuelta a casa, pero esta noche, como en otras pocas, quise sentarme a divagar entre recuerdos, pensamientos y el humo.


Me detuve en el parque infantil y llegué al banco desde donde los padres vigilan a sus hijos, claramente a esta hora de la noche, o de la mañana; ni padres ni hijos, sólo una imagen estereotipada de la nostalgia o hasta del terror. Encendí el primero de la cajetilla y me di al silencio tras la densa bocanada, o por lo menos al mío, porque justo ahí comencé a escuchar.


Sin importar el escandaloso concierto de grillos, todo tenía su espacio en mis oídos; el leve chirrido y aleteo de algunos murciélagos fruteros y el golpe contra el suelo de los mangos que éstos mismos hacían caer, hasta las hojas secas empujadas por el viento, arrastrándose contra el césped artificial que cubre la zona de juegos; una motocicleta a lo lejos; un televisor prendido, un perrito ladrando; un encendedor, otra bocanada; los gemidos prolongados de una mujer gritándole a un tal Dios. Era sinfonía, absurda, viva... y el cuarto movimiento, el final, fueron mis botas, paso a paso, alejándose del lugar.


Aunque todo sigue y seguirá sonando, tengo que decir que acabó, pues tuve que volver a mi sordera autoimpuesta para escribir esto, mientras un viejo y destartalado ventilador me distrae del texto al tiempo que me cuestiona qué hay que escuchar.


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