Querida Kandonga.

Han pasado cinco noches desde que separamos nuestros caminos. Aún puedo percibir el olor manzanilla de tu cabellera, sentir un atisbo del calor de aquel último abrazo.

 

El barco se mueve hacia el norte y cada nudo más me ahorca. Sólo Dios sabrá el día, pero te aseguro que hemos de  volver a vernos, tú con tus agujereadas mejillas y yo con los ojos bien abiertos.

 

Has de pensar que es clásica la mentira y toda su parafernalia, un marinero de puerto en puerto, de manta en manta, pero has también de ver por el cristal del corazón, pues de sólo recordar nuestro encuentro en aquel bar, el olor a cerveza y sal de mar, las gentes dichosas y cantando y nosotros sólo apreciado, observando, detallando, hurgando el alma de otro y sabiendo exactamente qué sucedería después.

 

Gianna, bella Gianna, tu hermosura no se compara con nada, ni Europa entera con sus elegantes fragancias y costumbres me hará sentir como tu cara, y es por eso que mi viaje no compensa ni mi vida ni mi trama.

 

Debo despedirme ahora, el capitán me ha visto escribirte antes, y no le es de su agrado.

Te Ama, Pierre.

 

P.D:

Dona, no puedo decirte más que en las olas se me dibujan de ti, mil sonrisas y quinientas dos caras.

 

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